Cuando el burnout pone el cuerpo al límite: estos son los síntomas de que estás quemado por el trabajo

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El síndrome del trabajador quemado, también conocido como burnout, cada vez afecta a más personas, hasta tal punto que la Organización Mundial de la Salud (OMS) ya lo considera una enfermedad profesional y en España varias asociaciones y profesionales han pedido al Gobierno que lo incluya en el Cuadro de enfermedades profesionales de la Seguridad Social para proteger adecuadamente a los trabajadores que la padecen, como ya contamos en Xataka.

Pero, ¿qué es exactamente? La OMS lo define como “un estrés crónico en el lugar de trabajo que no se ha manejado con éxito y que se caracteriza por sentimientos de agotamiento o poca energía, negatividad con respecto al empleo y reducción de la productividad laboral”. Esta situación, si no se resuelve pronto, puede derivar en enfermedades más graves, tanto físicas como mentales, y acabar repercutiendo en la calidad de vida del profesional.

Principales síntomas. Entre las señales de alerta que pueden indicar que un trabajador padece burnout se encuentran el desgaste emocional (estar constantemente decaído o irascible, en especial en el trabajo o cuando se piensa en él), el insomnio, la ansiedad (inquietud, excitación e inseguridad intensas y constantes), los problemas intestinales, los problemas musculoesqueléticos (dolor de espalda o en el cuello) la mayor propensión a consumir alcohol o sustancias estupefacientes y la baja autoestima, según el Observatorio de Riesgos Psicosociales de la Unión General de Trabajadores (UGT).

Y estos primeros síntomas, de no abordarse la situación debidamente por parte de un profesional, pueden derivar en enfermedades más graves.

Las primeras consecuencias. La excitación que provoca este estrés crónico hace que el sistema nervioso se relaje muy poco o nada, y esa constante activación desgasta el organismo, según una investigación de la Universidad de Burdeos, en Francia. Una de las primeras consecuencias de esto es que al afectado le cuesta mucho más conciliar el sueño, y de ese insomnio se empiezan a derivar otros problemas asociados al burnout a corto plazo (menor productividad, cansancio, decaimiento e irascibilidad) que pueden acabar en enfermedades más graves a largo plazo, como la depresión, la obesidad e, incluso, el mayor riesgo de padecer diabetes.

Tensión muscular. El estrés crónico también provoca una tensión constante, física y mental, por la cual los músculos permanecen en tensión por periodos superiores a los que deberían, lo que acaba provocando dolores en zonas como el cuello, los hombros o la cabeza (aparición de cefaleas o migrañas), según una investigación de la Universidad Dongguk, en Corea del Sur. Algunas de estas molestias también se pueden dar por malas posturas, una silla inadecuada u otros factores, por lo que es recomendable acudir al médico para que identifique el origen de la dolencia.

Defensas bajas. Otro posible indicativo de que se padece burnout es tener constantemente infecciones e inflamaciones, lo que evidencia que nuestro sistema inmunitario se ha debilitado. En el libro ‘The Balance Within: The Science Connecting Health and Emotions’ la doctora Esther Sternberg, de la Universidad de Arizona, en Estados Unidos, explica que nuestro organismo está preparado para concentrar la energía en los músculos y el cerebro en situaciones de alerta como el estrés, con el objetivo de movilizar el cuerpo para la acción. Eso hace que el sistema inmunitario cuente con menos recursos para defenderse.

En situaciones normales, el momento de alerta pasa después de un periodo más o menos corto, por lo que el cuerpo recupera el equilibrio y el sistema inmunitario puede seguir cumpliendo sus funciones. Sin embargo, cuando el estrés se cronifica, el organismo entiende que la emergencia es constante, por lo que centra la energía casi todo el tiempo en músculos y cerebro (de ahí las contracturas, los dolores o el insomnio) y provoca que se defienda peor frente a bacterias y virus.

Problemas cardiovasculares. Otro estudio, en ese caso de la Universidad de Wisconsin, en Estados Unidos, señala que la elevación repetida de la presión arterial que provoca el estrés mantenido puede causar hipertensión y dañar las venas y las arterias, lo que, a largo plazo, aumenta el riesgo de sufrir un infarto.

Imagen | Olena Kamenetska


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Pablo Rodríguez

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