Murió José “Pepe” Mujica a los 89 años, tal como él mismo parecía intuir desde enero, cuando dijo: “Hasta acá llegué”. Lo anunció el presidente Yamandú Orsi, quien lo había acompañado hasta sus últimos días. Mujica fue un hombre que se resistió muchas veces a la muerte: sobrevivió a seis balazos, a una década de encierro inhumano y a múltiples enfermedades. Fue en ese pozo donde pasó diez años aislado que forjó su visión de vida, la misma que llevó a la política y que lo hizo presidente de Uruguay en 2010.
El cáncer fue su última batalla. Primero lo atacó el esófago, luego el hígado. Aunque al principio se sometió a tratamientos, el desgaste fue mayor que sus fuerzas. Recibió 31 sesiones de radioterapia, lo que deterioró su salud y redujo sus energías. Su última aparición pública fue hace tres meses, cuando apoyó a Orsi en su cierre de campaña. Allí dejó claro que su legado estaba en manos de los jóvenes a quienes les pedía vivir con sobriedad: “Cuanto más tenés, menos feliz sos”.
Nacido en 1935 en un barrio humilde de Montevideo, creció entre hortalizas y carencias. Su padre murió cuando él tenía seis años. A los 14, ya luchaba por mejoras salariales. En los 60 se unió a los Tupamaros, una guerrilla urbana. Fue preso cuatro veces y protagonizó fugas, incluida una masiva en 1971. En 1972 pasó a ser uno de los “nueve rehenes” del régimen militar. Amenazados de muerte, permanecían incomunicados para evitar que la guerrilla siguiera operando.
La película *La noche de 12 años* retrata ese encierro. Mujica pasó siete años en un espacio minúsculo, sin libros, casi sin contacto humano. Para no volverse loco, se aferró a los recuerdos, a las ideas leídas en su juventud y a los diálogos consigo mismo. “Entré a recordar y a recordar”, contaba. Esa resistencia mental fue una de sus mayores hazañas. De ahí salió más reflexivo, más sabio, y decidido a vivir con sencillez.
Su paso por la presidencia lo convirtió en una figura admirada mundialmente por su humildad. Vivía en su chacra, manejaba un escarabajo del 87, cultivaba hortalizas y dormía con su perra de tres patas. Rechazó el lujo y convirtió su forma de vida en un mensaje político. “Dicen que soy pobre, pero pobres son los que precisan mucho”, solía decir. Recibía a mandatarios y reyes con los pies en el barro, fiel a su esencia.
No buscaba venganza ni se consideraba una víctima. A pesar de haber sido torturado y aislado, no utilizó su poder para perseguir a los militares responsables. “Si voy a cobrar las que tengo para cobrar… Dios me libre”, decía. Para él, las heridas se cargaban, no se usaban como bandera. Su visión del perdón y la inteligencia emocional marcó distancia con quienes querían justicia a toda costa.
Mujica se volvió un referente por su mirada crítica del mundo moderno. Cuestionaba el consumismo, la autoexplotación y la idea de éxito basada en la acumulación. “La libertad es tener tiempo para hacer lo que uno quiera con su vida”, defendía. A los jóvenes les advertía que “la cultura es hija del boludeo” y que no hay creatividad sin tiempo libre.
Junto a Lucía Topolansky, su compañera de lucha y de vida, compartió más de cuatro décadas. Se conocieron en la clandestinidad, se reencontraron tras la dictadura y nunca se separaron. Ella fue legisladora y vicepresidenta; él, su presidente. Mujica decía que el amor muta: “Cuando sos viejo, es una dulce costumbre. Si estoy vivo, es porque está ella”.
Durante su gobierno impulsó leyes progresistas que marcaron a la región: legalizó el aborto, el matrimonio igualitario y reguló el consumo de marihuana. Fue también ministro de Ganadería y propuso importar campesinos para revitalizar el campo. Mantuvo una relación cercana con líderes como Lula da Silva y Barack Obama. Desde su pequeño país, se volvió un faro moral para la izquierda latinoamericana.
En 2018 se retiró formalmente de la política, pero siguió opinando, recibiendo visitas y ofreciendo entrevistas. Nunca buscó estatuas ni bronce. “Los hombres no hacemos historia, hacemos historieta”, decía. Su legado no está en monumentos sino en sus ideas, en su coherencia y en esa vida austera que vivió con orgullo hasta el final.