Eran las 10:26 de la noche del miércoles. Estaba sentado a la mesa realizando una actividad de mi maestría cuando, de repente, todo se apagó. Dije en mi mente: “Ya se fue la luz”.
Inmediatamente, comencé a escuchar el sonido de las ventanas corredizas abrirse, pues los residentes sabían que el calor abraza de inmediato. Ingresé a uno de los grupos del residencial y, a las 10:26, alguien escribió: “Cacerolazo”.
Tres minutos más tarde, a las 10:29, la luz regresó, pero solo una fase en el sector Alameda y San Miguel, en Santo Domingo Oeste. Cuatro minutos después, exactamente a las 10:33, la luz que había llegado a algunos edificios y casas aledañas se fue por completo.
Lo peor de todo, y a lo que me estoy acostumbrando, es al penoso y angustioso llanto de los niños de meses que viven cerca de mi edificio. Mientras el calor sofoca a los infantes, ese mismo calor irrita a los padres.
A todo esto, se suma la impotencia de saber que los dominicanos gozamos de un paupérrimo y miserable servicio eléctrico.
En cuanto a mí, con mucha calma, acudo a la habitación de mi hijo para abrirle la puerta e ir preparándolo para despojarlo de su pijama. Lo que menos pensaba era que la energía eléctrica llegaría a las 4:47 de la madrugada.
- Siguen los lamentos en uno de los grupos del residencial y una residente escribe: “Otra noche de sufrimiento”, mientras otra de las afectadas añadió: “Se fue Juanita”.
Como quien no quiere la cosa, a las 10:38 se comenzó a escuchar el famoso cacerolazo y, mientras eso sucedía en algunos edificios, alguien más escribía en el grupo: “Uno con un cacerolazo en sus buenas, sudao (sic) como un pollo en paila, y sin abanico que nos consuele”.
A todo esto, se suma un grupo de personas que ya han sido denunciadas anteriormente, quienes se dedican, al lado del residencial LP-9, a la quema de basura. El humo que se desprende de esta termina afectando a los propietarios e inquilinos, en este caso, a los más vulnerables: ancianos y niños.
“Los quema basura son otros, uno sin luz y este humo… yo tengo dos niños malos de la salud”, escribió alguien a las 11:10 de la noche. Mientras, una residente, que parece resignada, le contesta: “No hay forma, Dios nos ayude”.
Una noche lúgubre
Continúa la noche lúgubre. Me paseo por mi apartamento, verificando que todo esté en orden y, cuando me asomo al ventanal principal, nuevamente se repite la historia: alcanzo a escuchar vehículos encendidos, de personas que huyen del calor de sus apartamentos, así como huye el diablo de la cruz.
Unos lo hacen para combatir el calor y mantenerse frescos bajo el aire acondicionado de sus automóviles, sin importarles el consumo de gasolina en que pudiera incurrirse.
Mientras, por mi mente se cruza una pregunta: ¿cómo puede una persona rendir en su puesto de trabajo después de una larga noche sin haber descansado, mental y físicamente?
Aquí viene la cereza del pastel: para terminar la amarga madrugada de la mejor manera posible, una fiesta a la que nadie fue invitado, pero de la que fuimos parte sin quererlo. La energía eléctrica llegó a las 4:47 a.m., cuando dentro de poco empezaría a rayar el alba.
Yo me asomé al celular para confirmar la hora de llegada del tan esperado servicio eléctrico. Al ver la hora, lancé un “chuipi”, que en otras palabras se describe como un sonido que se hace con los labios y la lengua para expresar disgusto o molestia.
¿Por qué me quejé? Sencillo, porque faltaban tres minutos para que fueran las 4:50 a.m., hora en que suena mi despertador para alistarme como un soldado de la Armada y cargar con mi cruz.
Y, por si fuera poco, llegar al trabajo con la mejor cara, como si nada hubiera ocurrido, porque lo demás ya es cosa del pasado.