En la historia criminal de América Latina, pocas fechas guardan una simetría tan inquietante como las que enmarcan la vida de Pablo Emilio Escobar Gaviria. El destino, o quizás la casualidad, quiso que el líder del Cartel de Medellín naciera un 1 de diciembre de 1949 y encontrara su final apenas 24 horas después de celebrar su aniversario número 44, un 2 de diciembre de 1993.
Esta proximidad en el calendario marca el principio y el fin de una era que definió a Colombia a sangre y fuego. No se trata solo de una curiosidad estadística, sino del cierre de un ciclo de violencia que mantuvo en vilo a un país entero.
Nacido en Rionegro, Antioquia, en el seno de una familia campesina, Escobar no tardó en demostrar una ambición desmedida. Lo que comenzó con pequeños contrabandos y robo de lápidas, escaló rápidamente en la década de 1970 hacia el negocio de la cocaína, un mercado ilícito que transformaría la economía subterránea mundial.
Para mediados de los años 80, Escobar no era solo un criminal; era un actor político y social de facto. Bajo la premisa de ‘Plata o Plomo’, doblegó instituciones, financió campañas políticas y construyó barrios, buscando una legitimidad social que contrastaba con la brutalidad de sus métodos.
Llegó a ser considerado uno de los hombres más ricos del mundo, pero su fortuna estaba cimentada sobre una estructura de terrorismo indiscriminado. Para tratar de esconder la verdad de su vida criminal, incluso incursionó en política, logrando una curul en el Congreso colombiano.
La faceta más oscura del ‘Patrón’, como se le conoció después de su muerte, emergió cuando el Estado colombiano, con apoyo de Estados Unidos, intentó frenar su poderío mediante la extradición. Escobar respondió con una guerra total: coches bomba, el estallido de un avión comercial en vuelo y el asesinato de candidatos presidenciales, jueces y policías.
Sin embargo, tras su fuga de la prisión La Catedral en 1992, la suerte comenzó a cambiar. Perseguido por el Bloque de Búsqueda (una unidad de élite de la policía) y por Los Pepes (Perseguidos por Pablo Escobar), el capo se vio obligado a vivir en la clandestinidad, moviéndose entre casas de seguridad en Medellín, lejos de la ostentación que tanto presumió en sus mejores momentos.
El 1 de diciembre de 1993, Pablo Escobar cumplió 44 años. Lejos de las fiestas multitudinarias en la Hacienda Nápoles, este último aniversario fue sombrío. Según relatos de familiares y testigos de la época, celebró en una casa del barrio Los Olivos, en Medellín, acompañado únicamente por su tía y su guardaespaldas, ‘El Limón’.
Hubo un pastel, un poco de vino y una nostalgia profunda por su familia, que se encontraba refugiada en el Hotel Tequendama de Bogotá, bajo estricta vigilancia.
Ese día, Escobar cometió el error que le costaría la vida: el anhelo de escuchar a su familia lo llevó a utilizar el teléfono más de la cuenta, rompiendo sus propios protocolos de seguridad.
Apenas un día después de soplar las velas, el 2 de diciembre, la tecnología de triangulación de radio permitió al Bloque de Búsqueda localizar la vivienda. Al verse acorralado, Escobar intentó huir por los tejados de la casa de dos plantas.
La imagen es histórica y ampliamente conocida: el cuerpo de Pablo Escobar, descalzo y boca abajo sobre las tejas, abatido por disparos de fusil. Murió en su ley, cumpliendo una de sus frases más célebres: «Prefiero una tumba en Colombia que una cárcel en Estados Unidos».
Su muerte marcó el desmantelamiento de la estructura principal del Cartel de Medellín. Aunque el narcotráfico no terminó ese día, sí concluyó la biografía de un hombre cuyas fechas de nacimiento y muerte quedaron separadas por un solo día en el calendario, dejando tras de sí una cicatriz histórica que Colombia ha tardado décadas en sanar.


