Los grandes expresos europeos

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Muchos de us­tedes los conocieron: Compañía internacional de coches cama y grandes ex­presos europeos, estaba rotu­lado sobre las ventanillas. Has­ta el nombre evocaba glamour y aventura. Uno se acosta­ba en Madrid y se despertaba en París o en Lisboa. También podía disfrutar de una buena cena en el vagón restaurante cuando por el pasillo un em­pleado agitaba la campanilla anunciando «Primer turno… Segundo turno» como Louis de Funès en la película Fan­tomas. Llegabas descansado, duchado y desayunado. Era una forma cómoda y agrada­ble de viajar. Un servicio que, con las limitaciones propias de los tiempos, se mantuvo ope­rativo hasta no hace mucho. Lo costoso del asunto queda­ba compensado al ahorrarte dos noches de hotel por viaje; así que frente a las incertidum­bres y humillaciones de los ae­ropuertos, el coche cama o el más económico vagón de lite­ras ofrecían una alternativa es­tupenda. Nunca fui a París de otro modo mientras los trenes nocturnos de Renfe funciona­ron. Me gustaba ir en ellos. Por desgracia, esa compañía que antes llamaba pasajeros a los viajeros y ahora los insulta lla­mándolos clientes suprimió el de París, condenándonos al avión. Pero mantuvo el de Lis­boa. Y en él viajé el otro día. Para mi desdicha.

Eran los mismos vagones de la última vez, hace cinco o seis años. Pero con el deterio­ro, no reparado por nadie, de todo ese tiempo. Una espe­cie de caspa ferroviaria. Su­bí al vagón con desasosiego al comprobar el escaso man­tenimiento general. No había ningún empleado en el andén, así que busqué mi departa­mento y me metí en él. Al ra­to apareció un señor portu­gués bajito y se quedó parado en la puerta, mirándome con cara de preguntarse qué ha­ría allí aquel pringado. Me pi­dió el billete de ida –rompió el de vuelta al cortarlo con mu­cha torpeza– y le di una propi­na generosa, natural para alguien que supones, según las viejas tra­diciones de los coches cama, que va a ocuparse de tu bienestar du­rante toda la noche. Y confieso que su expresión de indiferencia al guardarse el billete me alarmó. Va a dar igual que me des propi­na o no, decía aquel careto. Para lo que hay.

De lo que había -especialmen­te de lo que no había- me iba a enterar pronto. De momento ob­servé que el cuarto de baño no ofrecía más que una toalla cu­tre, una botellita de agua con un vaso de plástico rajado y un ne­ceser elemental, querido Wat­son. Luego, al poner un libro en un soporte de plástico, el sopor­te se partió con toda la natura­lidad del mundo, llenándome la moqueta –que era raída y al­go mugrienta– de incómodas es­quirlas. Decidí consolarme en el vagón restaurante con una ce­na razonable, así que salí al pa­sillo y busqué el vagón, sin en­contrarlo. Pero di con el bar. Allí estaba el empleado bajito de an­tes, transformado en camarero. Seguía teniendo una gracia co­mo para bailar sevillanas. Por suerte había otro camarero por­tugués alto, más simpático, que a mis preguntas respondió que ya no había vagón restauran­te, y que para comer algo esta­ba aquel bar. Y qué tiene el bar, pregunté; a lo que respondió se­ñalando melancólico un rincón donde había exactamente un minibotellín de vodka, otro de whisky y otro de anís del Mono, dos kit-kat, galletitas saladas y dos donut. Entonces, de vinos ni le pregunto, dije. Hace bien, res­pondió el camarero, porque sólo tengo una botella de vino blan­co. Pero puedo ofrecerle un fi­lete a la plancha. Me lo puso, y tras varios asaltos dejé el vino in­tacto, el filete a la mitad y el cu­chillo doblado encima.

De regreso a mi departamento vi que una puerta estaba abierta, como en las películas de espías. Iba y venía con el traqueteo del tren. Es justo lo que faltaba, pen­sé, para que todo sea igual que aquellos trenes cutres de los años cincuenta en los países del Telón de Acero. Por supuesto, no había ningún empleado a la vista. Ce­rré la puerta preguntándome si alguien se habría caído por ella, y me fui a dormir. En peores tre­nes viajaste, me dije. Tómalo con calma. Por la mañana, a una hora de Lisboa, me puse bajo la ducha, abrí el grifo y no salió más que un débil chorrillo de agua fría, luego un gorgoteo agónico y por fin, na­da. Silencio administrativo. Inge­nuamente había empezado a en­jabonarme, así que me enjuagué al estilo Sarajevo, con la botellita de agua y otra que, previsor, ha­bía comprado en la estación. Después de vestirme reincidí en lo del bar. Los tres minibotelli­nes y los donut habían desapare­cido. Pedí un café con leche y el kit-kat que quedaba. Ya sólo fal­ta que me canten un fado, pen­sé. Los camareros. Que no se me olvide darle las gracias a Renfe por esta noche deliciosa.

Y aquí me tienen, oigan. Dán­doselas.

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