Cuba y la Novena Cumbre de las Américas

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AMLO se ha trans­formado en el San­to Patrón de las dictaduras: Cuba, Venezuela y Nica­ragua. Amenazó con no ir a la cita californiana si las tres dictaduras no son invitadas. (Como ‘Andrés López’ le parece una vulgaridad, los utiliza todos, para desespera­ción de los vecinos estadouniden­ses: Andrés Manuel López Obra­dor).

Hay que recordarle que la pri­mera carta, la de Clinton en 1994, afirmaba, claramente, que “son reuniones de Jefes de Estado ele­gidos democráticamente”. O, por lo menos, pertenecientes a la OEA, y en ninguno de los tres ca­sos se han mantenido dentro de la organización.

En la Quinta, en Trinidad-To­bago, acosaron al inexperto presi­dente Barack Obama con el tema del embargo a Cuba. Creyó que el fin del embargo era un clamor popular. Era abril del 2009. Había comenzado su primer mandato el 20 de enero. En el 2014 se habían reanudado las relaciones entre los dos países. Pero en la Séptima Cumbre, en el Panamá de Vare­la, en 2015, se había presentado Raúl Castro y ultimaron los deta­lles para una visita de Obama a La Habana.

La visita se produjo en marzo del 2016. Muy cerca del fin de su mandato. Obama dio un sensa­cional discurso en el que dijo mu­chas cosas que los cubanos ansia­ban escuchar. Raúl Castro casi lo acusó de pretender derrocarlo y de tener ‘intenciones ocultas’. Des­de ese momento Obama, no obs­tante, se convirtió en un ídolo de los cubanos dentro de la Isla, pero alguien muy confundido e inge­nuo en el exilio.

Esa dicotomía se observa toda­vía hoy. Los cubanos dentro de la Isla aman a Joe Biden, pero fue­ra de Cuba, en números grandes, aman a Donald Trump. Los cuba­nos, dentro de la Isla, asocian a los demócratas a una etapa de espe­ranzas y de alivio de las miserias económicas, y no les importa si el fin último consiste en derrocar la tiranía. Simultáneamente, los cu­banos fuera de la Isla, abominan de cualquier concesión al gobierno de Díaz Canel, sin parar mientes en que conduzcan al final de la dicta­dura.

La primera cumbre
Recuerdo la Primera Cumbre de las Américas. Fue en 1994. Me invitó Luis Lauredo, entonces embajador ante la OEA por el gobierno de Bill Clinton. Existía el propósito de tra­tar los asuntos regionales dentro de esa institución. Cuba era un “asunto regional”, y el embajador Lauredo, con fama de muy competente, tenía la misión de monitorear los movi­mientos de lo que ya se llamaba “el Socialismo del Siglo XXI”.

Su función casaba muy bien con algo que le escuché decir a una per­sona que conocía el intríngulis del Partido Demócrata con relación a Cuba. En los ochenta, Bill Clinton había perdido la gobernación de Arkansas por comprometer a su go­bierno con la llegada de 125,000 cubanos por el puerto de Mariel. Al cabo de los tres minutos que le asig­naron a Cuba en la transmisión de mando, el único comentario que hi­zo Bill Clinton fue: “no quiero que me sorprenda otra vez. Espero que la CIA sepa lo que está sucediendo en esa Isla”.

Guerra bacteriológica
Lo sabía. “Los cubanos” estaban ela­borando un complicado plan para hacerle creer a los servicios estado­unidenses que ya tenían lista la gue­rra bacteriológica para enfrentar una hipotética invasión. Era la bom­ba atómica del pobre. Fidel, coloca­do en el centro del universo por su propia personalidad, no podía creer que lo menos atractivo para Bill Clinton era desembarcar a los mari­nes en Cuba.

Pensaba que ese “gringuito” inexperto, que había sacado menos votos que Michael Dukakis, y que estaba en el salón oval por obra y gracia de la inesperada candidatura de Ross Perot, no podía resistirse a la vieja hipótesis de la “fruta madu­ra”, una especie de teoría conspira­tiva del siglo XIX, por la cual el des­tino de Cuba era formar parte de la nación estadounidense. Algo en lo que podía creer Thomas Jefferson, tercer presidente de Estados Unidos (1801-1809), pero no Bill Clinton, el primer presidente de USA, des­pués de 1945, que no había parti­cipado de la Segunda Guerra Mun­dial, y ni siquiera le había tocado la Guerra Fría.

Yo venía de un viaje por las can­cillerías del Este de Europa, incluida Rusia. Todas vieron –unas más y otras menos– una oportunidad de liquidar el estalinismo cubano, pero invaria­blemente me preguntaban: “¿Hasta qué punto Estados Unidos está dis­puesto a comprometerse?”.

Aproveché la visita a Miami pa­ra confirmar lo que ya intuía: Estados Unidos no quería aprovechar la debi­lidad manifiesta del gobierno cubano en aquellos años azarosos para acele­rar el fin del disparate castrista. La te­sis de republicanos y demócratas era que la Isla no presentaba un peligro para USA, y era mucho más benefi­cioso ver los toros desde la barrera que apresurarse a liquidarlos. Al fin y al ca­bo, el régimen estaba totalmente “po­drido”, y no tenía capacidad (creían) para hacer daño. “Y pasó el tiempo y pasó un águila sobre el mar”, (Mar­tí dixit).

Estamos en la Novena Cumbre. Ya existen dos dictaduras latinoa­mericanas a las órdenes de Cuba: Venezuela y Nicaragua. El marxis­mo colectivista ha desaparecido de la faz de la tierra. En China, en 1976, tras la muerte de Mao, co­menzó un regreso acelerado a la propiedad privada. Pero el suce­so de mayor importancia acaeció en la URSS. Tras su implosión, en 1991, se inició la privatización ha­cia el “capitalismo de amiguetes”. Muy pronto derivó hacia las élites cercanas a Putin, los llamados “oli­garcas”.

Por aquellos años, Fidel Castro diseñó un compromiso híbrido en­tre el marxismo y las tiranías: el Ca­pitalismo Militar de Estado. El CME no dejaba libres las manos o la ima­ginación de los inversionistas. O se amoldaban a los planes previos de desarrollo trazados por los militares, o no lograban nada, con lo cual am­putaban el rasgo más productivo de la economía libre.

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