Numerosas iniciativas han sido planteadas para mejorar las condiciones en que están los trabajadores domésticos, en su inmensa mayoría mujeres. Desprovistos de la protección de la que disfrutan otros tipos de trabajadores, dependen de la buena voluntad de sus empleadores, y en ocasiones son víctimas de maltratos y arbitrariedades. Existe, por lo tanto, un consenso generalizado de que es socialmente conveniente que su situación sea mejorada, a fin de que su trabajo sea adecuadamente compensado, y de que dispongan de mayor seguridad laboral.
En lo que no existe igual consenso es en cuanto al modo de lograr ese objetivo. En su más básica expresión, todas esas iniciativas de mejora involucran dinero, y es preciso determinar quiénes asumirán los mayores costos. Por lógica, deberían ser las personas que los contratan, como es usual en una relación laboral, pero eso choca con la realidad económica en que un vasto número de dichas personas se encuentra.
En cierto modo, la ayuda doméstica actúa como un mecanismo de acceso al mercado laboral para la clase media. Permite que personas, también en su mayoría mujeres, puedan liberarse de tareas en el hogar y participar en otras actividades productivas, sea tomando empleos o trabajar por cuenta propia, tanto a tiempo completo como a tiempo parcial, sin que eso implique que con esos ingresos puedan pagar salarios más altos. La variedad de dichas tareas es muy amplia, e incluyen asuntos como limpieza y mantenimiento, preparación de alimentos y cuidado de niños y ancianos. Desde ese ángulo, el aporte real del trabajo doméstico al PIB abarca no sólo sus propias remuneraciones, sino también las que corresponden a quienes han accedido al mercado laboral gracias a él. Y sus remuneraciones son tanto monetarias como en naturaleza, en forma de alojamiento, comida y cualquier otra vía de compensación, como son vestuario, medicamentos y transporte, lo que las convierte en una válvula informal de mitigación del desempleo.