El Batman Güemes

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 Era uno de esos hom­bres heridos y trá­gicos que parecen sacados de una can­ción mexicana de José Alfredo. De hecho, nos co­nocimos en una cantina; o allí nos hicimos amigos cuando me entrevistó sobre mis primeras novelas, a principios de los 90. En aquel tiempo César Güemes era periodista cultural y espe­cialista en cierta clase de música de su tierra: corridos populares y sobre todo, género que enton­ces tenía un éxito enorme, nar­cocorridos: relatos cantados so­bre traficantes de droga, en un tiempo en que ese contraban­do, basado todavía en la mari­huana, era una actividad com­prensible en un país sumido en la injusticia y la pobreza, y no el sangriento disparate, la atroci­dad salvaje en que se ha conver­tido ahora. Uno de los narcos de Culiacán con quienes conversé me resumiría aquel momento en una frase que nunca olvidé: «Prefiero vivir cinco años co­mo un rey a cincuenta como un buey».

Gracias a César Güemes co­nocí ese mundo asombroso, familiarizándome con sus per­sonajes y episodios. En cada viaje a México me descubría canciones; rolas, las llama­ba él. Íbamos a cantinas cu­tres y peligrosas a conversar sobre ellas entre humo de ci­garrillos, vaciando botellas de nuestro tequila favorito, He­rradura reposado. Así escuché hasta aprenderme de memo­ria Contrabando y traición, Pa­cas de a kilo, Lamberto Quin­tero, La banda del coche rojo y tantas otras, en la voz de Los Tigres del Norte –que tam­bién acabarían siendo amigos míos– y Los Tucanes de Tijua­na. Me fascinaban los asun­tos y el lenguaje, y así conocí y comprendí un México distinto al que endulzan los mariachis para los turistas. Un México duro y violento; pero que, a di­ferencia del de hoy, aún man­tenía reglas no escritas pero rigurosas: honor a la palabra dada, respeto por las muje­res y los niños. Cosas así. Todo lo que desde hace demasiado tiempo se ha ido allí al carajo.

Cuando decidí escribir “La Reina del Sur”, César guió mis pasos. Me acompañó a Culia­cán, Sinaloa, presentándome a dos amigos que se quedaron pa­ra siempre en mi vida: el entraña­ble Julio Bernal y mi hermano cu­lichi –mi carnal, dicen allí– Élmer Mendoza, hoy respetado escritor y patriarca indiscutible de la lite­ratura norteña. Ellos me dieron acceso a las claves y personas ne­cesarias, y a ellos iba a deber el éxito de la novela y sus adaptacio­nes televisivas. En agradecimien­to los convertí en personajes del relato, reservándole a César el pa­pel de narcotraficante. Y fue en ese punto cuando, una noche de muchas copas en el Don Quijo­te de Culiacán, le oí decir algo que no olvidé: «Toda mi vida, de niño, soñé con ser Batman». Así que, para complacerlo, in­troduje en la novela el persona­je de César Batman Güemes que luego, en la serie protagonizada por Kate del Castillo, interpreta­ría el estupendo actor Alejandro Calva. Eso hizo a César, el autén­tico, absolutamente feliz. Lo re­cuerdo serio y vestido de negro, a mi lado, muy en su papel cuan­do presentamos la novela en Si­naloa, con gente hasta en la calle y la primera fila ocupada por los narcos locales y sus señoras es­posas, o lo que fueran. Sus mo­rras, en lenguaje de allí. Fue una noche gloriosa, en la que un po­licía me amenazó de muerte y mis amigos lo amenazaron a él. Pero ésa es otra historia.

Volvamos a César. Dije que lle­vaba heridas propias de una can­ción de José Alfredo, y es cierto. Una mujer sinaloense, su prime­ra esposa, le había destrozado el corazón. Ignoro los motivos, pe­ro era una historia clásica de trai­ciones, alcohol y cantinas que me contó, nunca del todo, entre co­pas y canciones. Tenía otra espo­sa dulce e inteligente a la que ha­cía muy desgraciada: demasiado alcohol, demasiados recuerdos amargos, demasiado rencor. Qui­so César distanciarse del periodis­mo y hacer novelas, pues era un magnífico escritor, pero no con­siguió la serenidad necesaria. Se hundió en el alcohol y el fracaso, perdió a la segunda mujer y arras­tró su mala salud hasta que, hace unos días, un amigo común tele­foneó para decirme que había muerto en un hospital de México. Esa noche le quité el precinto a la última botella de Herradura repo­sado que César me regaló, puse la canción Tu recuerdo y yo y me senté a beber en un lugar oscu­ro de mi casa, en silencio, brin­dando por su memoria. El sabor del tequila en la boca evocaba lo que me contó una vez en La Ba­llena de Culiacán, rodeados de fulanos peligrosos que mojaban el bigote en botellines de cerve­za Pacífico: «Siempre que ven­go a Culiacán me paro en la ca­lle mirando a las mujeres, y cada una que pasa espero que sea ella, la que se fue. Pero nunca es ella, hermano».

Y, bueno. A tu salud, querido Batman. Ahí nos vemos.

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