En busca de una mejor calidad de vida para ella y su familia, Carmen Cosma García salió de su natal República Dominicana hace ya 18 años para establecerse del otro lado del mundo. Su destino: Japón.
Aunque aquí dividía su tiempo entre dos trabajos, el dinero que ganaba apenas le alcanzaba para sobrevivir, explica Cosma, quien es oriunda de Constanza y, al dejar atrás su patria, se vio obligada a separarse de sus dos hijos, Wady y Miguel Ángel, que por entonces eran menores y quedaron a cargo de su padre.
Tenía muchas expectativas porque, como bien señala, Japón posee una cultura milenaria única; pero ni siquiera eso podía prepararla para el trauma que supone migrar a una sociedad completamente distinta.
Para el año 2020, cerca de 281 millones de personas vivían en un país distinto de aquel en que nacieron, estima la Organización Internacional para las Migraciones (OIM). La cifra equivale al 3.6 % de la población mundial.
La mayoría, como en el caso de Cosma, emprende vuelo lejos de su tierra por razones económicas.
En Japón, donde reside la dominicana, el 2.2 % de la población lo conforman migrantes internacionales, según el Informe para las migraciones en el mundo 2022.
¿Lo más difícil de vivir tan lejos? “Definitivamente, separarme de mis hijos, mis padres y hermanos”, afirma la mujer de 53 años.
Recién llegada al territorio nipón, a Cosma le costó superar la barrera del idioma y acostumbrar su paladar a la comida japonesa.
“Una vez fui a un supermercado y compré sal pensando que era azúcar; llegué a mi apartamento, hice un café y cuando lo fui a tomar estaba salado”, cuenta.
Con una diferencia de trece horas entre República Dominicana y Japón, se le dificultaba, incluso, conciliar el sueño.
De laborar como empleada de oficina y maestra en República Dominicana, pasó a trabajar como operaria en fábricas japonesas, un cambio que la afectó emocionalmente.
“Eso al principio me bajó la autoestima”, admite Cosma, que actualmente reside en Hamamatsu, ciudad costera industrial en la provincia de Shizuoka, y trabaja en una fábrica que empaqueta cosméticos para las líneas Shiseido y Pola.
La dominicana se armó de valor para superar la inestabilidad y el proceso de adaptación que, como inmigrante en una cultura distinta, enfrentó. Sus hijos y sus padres, por cuyo bienestar se había aventurado a probar suerte en Asia, le sirvieron de motivación.
La experiencia la hizo entender que antes de migrar a otro país conviene prepararse mental y psicológicamente, aprender “por lo menos un poco del idioma” y llenarse de “mucho coraje”.
“La vida fuera de nuestro país no es como muchos la pintan”, asegura. “Es difícil estar tan lejos de los que amamos”.
Cosma tiene dos nietas, pero a la más pequeña de ellas no la conoce. Han transcurrido tres años desde su más reciente visita a República Dominicana.
Aunque nunca se ha sentido discriminada por su raza, asegura que sí percibe discrimen en el ámbito laboral debido a la brecha salarial existente entre hombres y mujeres.
¿Lo mejor de su vida en el país del sol naciente? La seguridad, el haber encontrado a su pareja actual y disfrutar de más oportunidades económicas.
“No es que sea millonaria, pero tengo mejor calidad de vida que la que tenía antes”.