La graduación de Salomé

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Hace cuatro años, una jovencita con cara de niña y un poco de susto en la mirada salió del país a perseguir sus sueños. Tenía muy claro que quería ser chef y estuvo dos años buscando opciones de universidades y becas disponibles para ayudarse en la tarea. En el camino logró convencer a todo el mundo de que podía hacerlo. Con una maleta a rastras y una familia en ascuas, llegó a Cancún.

Como madre tenía el corazón partido, pero le aseguré que contaba con todo mi apoyo. Salomé tenía solo 17 años y lo que le esperaba no era fácil. De tenerlo todo en la casa, a hacerlo todo sin ayuda. Después de muchas horas en la universidad no iba a encontrar un plato caliente en la mesa a menos que ella misma se lo cocinara y lo sirviera. Debía crear desde cero su nueva red de compañeros y amigos, al tiempo que debía mantener un índice alto para garantizar su beca.

En el camino tuvo que adaptarse a celebrar sus cumpleaños sola y ver a su familia celebrar sin ella. A tomar decisiones y equivocarse, a contar cada centavo y administrar un presupuesto bastante modesto, a entender que la luz la cortan si no se paga y a compartir vida y baño con perfectos extraños.

Cuando el entonces presidente Danilo Medina anunció el cierre del espacio aéreo por causa de la pandemia, Salomé llegó en el último vuelo que aterrizó en el AILA. Nadie podía asegurar el desenlace. Afortunadamente la universidad Anáhuac Cancún, donde estudiaba, dio garantías de que la docencia no paraba, solo modificaba el pénsum para dar preferencia a las materias teóricas que podían impartirse de forma remota. De los talleres y clases prácticas no se sabía nada, ni se intentaba saber. Es imposible graduar a un cocinero por internet y todos lo teníamos claro.

Afortunadamente, con la llegada de las vacunas, la obediencia sistemática a un protocolo sanitario y muchas oraciones, las clases presenciales se reabrieron y la pequeña Salomé, ya con 21 años, pudo terminar a tiempo todas sus materias y examinar con notas sobresalientes el examen general del país. Con todo culminado, comenzamos a planificar la graduación. La familia estaba exultante y la niña exhausta, pero así es la vida.

Un grupo de whatssap, cientos de llamadas y un montón de tarjetazos más tarde, una madre y tres tías con un montón de maletas y un itinerario a prueba de balas llegaron a Cancún a acompañar a la hermosa graduanda que ahora, además, tenía que hacer de anfitriona y guía turístico.

El día del acto de investidura llegó y comenzó al estilo dominicano: en un salón de belleza. La niña había reservado un salón dominicano con peluqueras “del sitio” que supieran bregar con cabellos tropicales. Hubo rolos, blowers, rizos y redecillas. También café y merengue. Ellos mismos nos sugirieron dónde comprar un bonche de globos alegóricos. No hay graduación sin globos, sin un calor de justicia y sin gente que llegue tarde.

Más emperifolladas que un pavo real en conquista, las tías, la madre y la graduanda llegaron con sus trajes, sus globos y sus rizos a la universidad. La culminación de cuatro años de enorme esfuerzo, de horas de oración, de cientos de llamadas y el apoyo de tanta gente se cristalizaba en un título y en un momento memorable. Que anunciaran que fue la estudiante con el promedio más alto de su generación en su carrera no hizo más que agregar emoción a las lágrimas.

Para los padres hay pocas satisfacciones mayores que esta. No se trata del título, se trata del esfuerzo, de la constancia, del compromiso. Se trata de perseverar aun en medio de las más difíciles condiciones y salir victorioso emergiendo como un mejor ser humano. Con los valores intactos, templada como el acero.

Cuando vi a Salomé caminar feliz a buscar su pergamino, recordé a los abuelos que seguro estaban aplaudiendo desde el cielo en primera fila llenos de orgullo, a las abuelas y otros tíos que no pudieron viajar por razones de salud pero que seguían todos los detalles por streaming y a toda la gente que nos abrió la mano y el corazón para hacerlo posible.

Y agradecí. Agradecí al Señor porque la protegió durante todos esos años, a tanta gente que nos apoyó, a la Universidad Anáhuac y a su representante en el país que han abierto las puertas a tantos dominicanos brindándoles facilidades para alcanzar sus sueños, a los profesores que la acogieron como familia y a mi familia y amigos que no dejaron de creer y de animarla. 

Dice un dicho ancestral que se necesita un pueblo para criar un niño y hacerlo bien. Nosotros necesitamos de dos países y mucha gente buena en el camino para ver la realización de un sueño. Queda muchísimo por hacer, pero valió la pena cada paso. Con Dios a tu lado todo es posible y la victoria está asegurada.

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