El veterano bajo el puente

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 En Nueva York hace un frío que pela. Fi­nales de diciembre. Estoy dentro de un coche, en un atasco, mirando por la ventanilla. Los automóviles avanzan muy des­pacio. Bajo un puente, junto a la calzada, hay un hombre y un pe­rro.

El perro está tumbado sobre unos cartones, mirando el lento tráfico con indiferencia. El hom­bre está de pie, inmóvil. Apoya­da en un pilar del puente está su mochila, grande y sucia, de as­pecto militar. Se trata de un men­digo. Relativamente joven. Lleva un gorro y mitones de lana, y sos­tiene un cartel ante el pecho: Ve­terano de guerra. Sin casa ni tra­bajo. De vez en cuando, desde algún coche, un conductor baja la ventanilla y le alarga unas mo­nedas, que el hombre agradece con una leve inclinación de ca­beza. Todo el tiempo se mantie­ne erguido, quieto, inexpresivo. No le falta dignidad, y eso enca­ja con lo escrito en el cartel. Hay, en efecto, un porte castrense en el individuo. Si es mentira lo de veterano, si se trata de una arti­maña para conmover a la gente, la verdad es que lo hace bien. Es­tupendamente bien.

Por alguna razón, la escena no es insólita en los Estados Unidos. Te la crees, en principio. Un vete­rano de guerra con Iraq o Afga­nistán a las espaldas, a quien la vida ha llevado bajo este puen­te con su perro. Todo puede ser. Y si no fuera cierto, al menos re­sulta creíble. Puede colar. Los con­ductores que bajan la ventanilla y le dan algo parecen pensar lo mismo. Ellos son de aquí, conocen mejor a su gente. Olerían un fraude mejor que yo; o tal vez, in dubio pro reo, prefieren concederle al hombre del cartel y el perro el beneficio de la duda. Además, en un país como los Estados Unidos, no sería extra­ño que algún policía –hay un coche detenido algo más allá del puente– se acercase para confirmar la iden­tidad del mendigo. Hay cosas con la que no se juega aquí, y la pala­bra veterano es una de ellas. Nada que tenga que ver directa o indirec­tamente con la bandera norteame­ricana le parece a nadie ajeno. En principio. O a casi nadie.

En este punto debo decir que siento envidia. Por biografía, edad y educación desconfío de cualquier bandera. Veintiún años cubriendo guerras ajenas, en todos los bandos posibles, curan de muchas cosas. A poco que dures, la vida le acaba quitando la letra mayúscula a pa­labras que en otro tiempo escribías con ella: Honor, Dios, Patria… Al final, en cuanto escribes o pronun­cias se acaba imponiendo la minús­cula como inicial. Es inevitable, y el proceso se llama lucidez. O sentido común. Bandera es de las prime­ras palabras que sufren ese despo­jo, cuando observas la cantidad de sinvergüenzas, oportunistas, anal­fabetos, fanáticos y asesinos que se envuelven en ella. Como mucho, lo que te queda es respeto por quienes la mencionan con honradez, y po­co más. Respeto hacia ellos, por su­puesto, no para un trapo de colores –fabricado en China– que lo mismo sirve para envolver dignidad que para camuflar basura.

Sin embargo, o tal vez por eso, hay banderas que envidias. O tal vez lo que envidias sea el uso que cierta gente honrada hace de ellas. Me refiero al recurso solidario y na­tural a la bandera, no como exclu­sión, imposición o agresión, sino como lugar común, punto de refu­gio, de encuentro, en torno al que construir cosas decentes y conser­varlas. Esas banderas tricolores en la puerta de cada colegio de Fran­cia, por ejemplo. Esa bandera ita­liana sobre las piedras venerables del foro de Roma. Esas banderas en los coches de bomberos neoyorki­nos, en recuerdo de los compañe­ros muertos, héroes perdidos bajo los escombros de las Torres Geme­las. O ese cartel de veterano de guerra sobre el pecho de un men­digo al que los conductores, en un país socialmente tan poco solidario como los Estados Unidos, no dejan de ayudar con unas monedas.

Al fin se diluye el atasco y los co­ches avanzan. Y mientras le echo un último vistazo al mendigo, con­cluyo con melancolía que esa esce­na sería imposible en España. ¿Un ex soldado veterano de Afganistán, de Iraq, del Líbano, de los Balca­nes, de cualquier misión de Nacio­nes Unidas, con su cartel y su perro, utilizando su pasado militar para pedir ayuda?… Ni hartos de vino, vamos. Iba listo, el fulano. Alardear aquí de eso, nada menos. Vaya des­vergüenza. Como mucho, algunos bajarían la ventanilla, no para darle limosna, sino para llamarlo fascis­ta. Por eso, entre otras muchas co­sas, Estados Unidos es el país más admirable y poderoso del mundo, y nosotros somos lo que somos. O sea. Exactamente lo que somos.

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