Argentina, a pesar de ser un tradicional productor de alimentos, no ha escapado a las consecuencias de la inflación. Con una tasa del 5.20% en el pasado mes de mayo, sumada a la escasez de gasoil en algunas provincias, el descontento popular se acentúa. Al describir el estado de la economía como muy debilitado, el gobierno argentino atribuye a la administración del expresidente Mauricio Macri una elevada cuota de responsabilidad por el deterioro, en especial por la agresiva política de rápido endeudamiento externo que caracterizó su gestión, habiendo encontrado un bajo nivel de deuda debido a la previa exclusión del país del mercado financiero internacional.
Un escenario similar de inflación y descontento se reproduce en toda la región. Tras estar entre las zonas más golpeadas por la pandemia, Latinoamérica sufre ahora los perjuicios derivados del aumento en el costo de la vida. No es una experiencia nueva, pues en distintas épocas las naciones del área han sido víctimas de procesos inflacionarios acelerados, que llegaron en algún momento a ser considerados como un rasgo distintivo de su irresponsable comportamiento monetario, marcado por emisiones descontroladas de dinero que periódicamente anulaban los ahorros y devaluaban las monedas. Cambios de nombre a las monedas para quitar ceros a los precios usualmente no dieron resultado, y en algunos casos tuvo que eliminarse la moneda nacional.
El retardo en aplicar medidas monetarias correctivas ante una evidente tendencia inflacionaria, situación que ha prevalecido en toda la región y que fue justificada por el deseo de no lesionar la recuperación económica, provoca que las restricciones que es preciso imponer ahora sean más intensas, entre ellas el incremento de las tasas de interés de referencia. Pero no hacerlo por causa del mismo temor a sus efectos sobre el crecimiento y el empleo, sería equivalente a promover la destrucción de las bases remanentes de la estabilidad macroeconómica y la paz social.


